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Democracia Cristiana: una opción renovada de cambio en libertad

Escrito por Enrique San Miguel Pérez

1945. Finalizada la II Guerra Mundial, los Estados europeos afrontan la penuria material, la trabajosa reconstrucción del Estado de Derecho y, sobre todo, la rehabilitación de una fibra moral dramáticamente escarnecida por los discursos totalitarios nazi-fascistas. Los primeros procesos electorales que se desarrollan en toda Europa occidental conceden la primacía, casi invariablemente, a una nueva fuerza política, la Democracia Cristiana, en Italia, los Länder  alemanes (y después la naciente RFA) Bélgica, Luxemburgo, Países Bajos… y en Francia, frente al todopoderoso PCF, el 2 de junio de 1946.

1989-1990. Tras la destrucción del Muro de Berlín, y la consunción del totalitarismo comunista, después de medio siglo de firmeza democrática, se celebran elecciones legislativas en Europa Central y Oriental. Los resultados otorgan la victoria, de nuevo, a la Democracia Cristiana de Solidaridad  en Polonia, del Sayudis  lituano, del Foro Democrático Magiar  en Hungría… Especialmente significativo es el caso de la República Democrática Alemana, que en las únicas elecciones celebradas a lo largo de la historia le concede una amplia victoria a los cristiano-demócratas, para después extenderse a toda Alemania en las históricas elecciones del 3 de octubre de 1990, las primeras desde noviembre de 1932.

1990. La dictadura de Pinochet toca a su fin, y por primera vez se celebran elecciones presidenciales en Chile desde 1973. El candidato de las fuerzas de la Concertación, el cristiano-demócrata Patricio Aylwin, obtiene la victoria, siendo sucedido en las siguientes elecciones por Eduardo Frei-Ruiz Tagle. El PDC se convierte en la primera fuerza política de Chile.

2000. Las elecciones presidenciales mexicanas ofrecen, por primera vez, una posibilidad real a la necesaria alternancia política, y al término de las ininterrumpidas victorias del PRI desde 1929. Vicente Fox, candidato del PAN, una fuerza política instalada en los principios del Humanismo Cristiano, y miembro de la ODCA, obtiene una histórica victoria, que permite afrontar un proceso de "transición" política y consolidación democrática valorado y reafirmado por un pueblo mexicano que, en 2006, de nuevo otorgó su confianza a Acción Nacional, esta vez en la figura del presidente Felipe Calderón.

La opción cristiano-demócrata es siempre la predilecta de las sociedades que deciden afrontar el supremo desafío del establecimiento del Estado de Derecho, es decir, de la aplicación de la regla de las mayorías desde el respeto a las minorías, la división de poderes, la efectiva tutela judicial de los derechos y libertades fundamentales, y el imperio de la ley.

La Democracia Cristiana, además, no utilizó su hegemonía electoral para impulsar Constituciones partidistas, o soluciones institucionales sesgadas o sectarias, sino que realizó un amplio y abierto llamamiento al diálogo y al consenso entre partidos, organizaciones sociales, y sensibilidades cívicas.

Ese consenso se sustentaba sobre una concepción democrática eminentemente moral, no circunscrita a su consideración como un conjunto de meras reglas de gobierno, la aplicación del principio de subsidiariedad en las instituciones públicas, la implantación del libre mercado desde una marcada sensibilidad social, concibiendo siempre la economía "al servicio del hombre", como sostenía Ludwig Erhard, y la reafirmación de los Derechos del Hombre, comenzando por la propia vida y dignidad humanas.

Pero la obra de la Democracia Cristiana decidió ver más allá. Líderes como Alcide de Gasperi, Konrad Adenauer, Joseph Bech, Gaston Eyskens y Robert Schuman impulsaron un proceso de construcción política supranacional que, apenas cinco años después del final de la II Guerra Mundial, el más mortífero de los conflictos de la historia, posibilitó la creación de una Europa en paz, solidaria en su destino, convencida de su aportación a la paz mundial, fraterna, genuinamente democrática, verdaderamente comprometida con los valores de la civilización del amor, del perdón, y de la reconciliación.

La suscripción de la Declaración Schuman de 9 de mayo de 1950, y el Tratado de París de 18 de abril de 1951 que instituyó la Comunidad Económica del Carbón y del Acero, y los Tratados de Roma del 25 de marzo de 1957 que crearon la Comunidad Económica Europea, y la Comunidad Europea de la Energía Atómica, se realizaron bajo el liderazgo político, la presencia institucional y gubernativa y, lo que es más importante, la inspiración en valores de los principios cristiano-demócratas.

Que, apenas unos años después, las propuestas que defendía la Democracia Cristiana en la mortífera posguerra europea se convirtieran en propuestas compartidas por todas las fuerzas partidarias democráticas, y en propuestas incorporadas a los propios textos constitucionales, ofrece adecuado testimonio del sentido común y del pragmatismo de una fuerza política que habría de convertirse en una presencia casi "imprescindible" en las situaciones más críticas, por no decir, desesperadas, de la historia.

El mensaje democristiano se transforma en un patrimonio asumido con naturalidad por la inmensa mayoría de los ciudadanos. Probablemente eso debilitará, en el futuro, su capacidad de renovación programática y de incidencia social, pero ahí radica también su singularidad histórica y, por que no decirlo, su gloria y su vigencia.

Porque es un mensaje que muestra su validez a lo largo de los últimos años del siglo XX, en un lapso histórico para el encuentro, para la construcción compartida, para la superación de los recelos y de los prejuicios. Porque también el derrumbamiento del Muro de Berlín, y la reunificación alemana, y el nuevo impulso que la construcción europea experimenta con el Tratado de Maastricht de 1992, coincide en el tiempo con figuras tan lúcidamente vinculadas al proyecto histórico de la Democracia Cristiana como Helmut Kohl, como Giulio Andreotti, como Jacques Santer, como Jean-Luc Dehaene.

La Democracia Cristiana está presente en las transiciones políticas, pero sabe también definir y liderar nuevos desafíos institucionales. Afronta la crisis, pero también la maravillosa cotidianidad democrática. Es una fuerza para todos los tiempos y para todas las estaciones.En definitiva: es una fuerza para la fraternidad humana, es decir, para el reconocimiento del hermano en el rostro del "otro". Un hermano, sí, porque proviene de un mismo Padre. Julia Flyte decía en Retorno a Brideshead  que "cuanto peor soy, más necesito a Dios". Y en política, a más dificultad, existen dos respuestas inmediatamente eficaces: más Democracia y más Cristianismo.

Particularmente en un momento histórico tan decisivo como el que precede al definitivo establecimiento del Estado de Derecho en Cuba. Nuestra querida Cuba, una nación que pertenece ya a todos cuantos amamos la libertad, y asistimos al escándalo permanente del totalitarismo que ha pretendido condenar al pueblo cubano, no ya a la pobreza material, o a la miseria espiritual, sino a una permanente minoría de edad para la vida pública y política.

Cuba está a punto de despertar a un camino de humana esperanza, de certidumbre democrática, de confianza en sus energías portentosas, dispersas hoy por el mundo, como nunca llamadas a la unidad, persuadidas como nunca de "lo mucho que nos necesitamos los unos a los otros", como decía siempre Robert Schuman. La Democracia Cristiana puede y debe liderar la ya inminente transición cubana. Como siempre a lo largo de la historia. En interés de Cuba, del permanente renacer del proyecto democrático. Y, sobre todo, al servicio del bien común, y de un mundo en el que, como a los primeros discípulos de Jesús, a los cristiano-demócratas, y a todos los seres humanos de buena voluntad, se nos reconozca por cómo nos queremos. 

 

 

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